- Videodrome. El monstruo catódico.
- Monstruos, Monstruos, Monstruos.
- La monstruosa teoría de sistemas de Videodrome.
- La promesa de volver a actuar.
Siempre me ha llamado la atención lo mucho que la reflexión sobre lo virtual y lo digital ha antecedido a su realidad efectiva. Fue un tema central en pensadores como Jean Baudrillard o Marshall McLuhan en un mundo todavía analógico de cintas de vídeo, radiocasetes y televisión. De modo que todos esos conceptos que abrieron el siglo XXI -la aldea global, la teoría de sistemas, el fin de la historia, el simulacro, la hiperrealidad, la sociedad del espectáculo…- fueron acuñados antes de que comenzáramos a escuchar al teléfono ruiditos extraños producidos por un módem. En esa época, todavía analógica pero que estaba incubando una definitiva transformación digital, en 1983, David Cronenberg estrenó Videodrome.

Videodrome se adelantaba casi diez años a la que más tarde se consideraría acta fundacional del mundo digital y posmoderno en que vivimos. En 1991, caído ya el telón de acero, ciudadanos de todo el mundo tuvieron la Guerra del Golfo cuidadosamente empaquetada en una caja electrónica en sus hogares, lista para ser disfrutada por una mirada impotente. Inmediatamente Braudillard diría que «La guerra del Golfo no ha tenido lugar»; la atrocidad humana y política de la guerra real sí tuvo un lugar, el golfo Pérsico, pero la nueva experiencia de los meros espectadores era otra bien distinta: la extrema mediatización informativa en la Aldea Global, el simulacro de las imágenes y la impotencia de la mirada, algo que Videodrome ya había puesto en escena y a lo que nos hemos acostumbrado en las redes sociales.
Los que pensaron entonces sobre esas imágenes advirtieron que la tecnología podía ampliar infinitamente nuestro horizonte y mirada, pero también menguar drásticamente nuestra capacidad de actuar. Lo virtual es por definición el terreno de lo fantasmático y la única manera de actuar de manera encarnada en un territorio semejante es, como todo twittero sabe, afectivamente: si un comentario ácido no puede cambiar las cosas, al menos desahoga la aprensión que puede producir una lectura de la timeline. ¿Puede estar Videodrome tratando de eso?

Videodrome. El monstruo catódico
Videodrome trata esencialmente, en palabras de su director, de «un hombre que capta una señal que es muy extraña, muy radical, muy violenta, muy peligrosa y llega a obsesionarse con ella, por su contenido, intenta seguir su rastro y termina metido en un gran misterio». También encontramos en ella a un profeta de los media inspirado en el canadiense Marshall McLuhan que realiza sus entrevistas exclusivamente mediante el avatar de su imagen televisiva, un mundo concebido como un sistema único o aldea global y un arco argumental entorno a la obsesión por las películas snuff de aquel hombre protagonista, Max Renn (James Wood), un voyeur impotente que se relaciona con las imágenes de forma inmediatamente afectiva, en busca de estímulos, y que acaba siendo programado mediante el algoritmo de una cinta de vídeo.
Como en toda película sobre imágenes fantasmagóricas Videodrome bebe de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958), otra película sobre un hombre impotente y obsesivo que pierde su objeto de deseo, es decir, del mito de Orfeo y Eurídice. Fascinado por esa violenta señal televisiva, Max Renn pierde su objeto de deseo de carne y hueso y debe adentrarse, literalmente, al otro lado del televisor para encontrarla. Un viaje del que volverá cambiado.

Monstruos, Monstruos, Monstruos
Lo que 40 años después me sigue incomodando del descenso a los infiernos catódicos de Max Renn en busca de su perdido objeto de deseo, de ese viaje de ida y vuelta al otro lado de la imagen televisiva, es que Cronenberg no mantuvo los polos de lo real y lo virtual en dominios distintos a lo Matrix (Lilly y Lana Wachowski, 1999). Tampoco se trataba de la ambigüedad de Desafío total (Paul Verhoeven, 1990) o de la simple indiferenciación posmoderna. En Videodrome lo virtual es liberado de la pantalla rectangular que lo confina y nos encontramos con el mundo digital a la cara como si tuviese un cuerpo. Pero, como Orfeo y Scotty sabían, cuando traes una imagen a la realidad carnal en que vivimos produces monstruos.
Antes de continuar conviene señalar que el cine de Cronenberg es terror de lo monstruoso de la manera más literal posible. Para el director de El almuerzo desnudo (1991) la metáfora en el cine se convierte en cosa. Lo monstruoso no consiste en sus películas en el desarrollo descontrolado del cuerpo biológico sino en la materialización de lo espiritual en él, sea mediante la somatización de la enfermedad mental de Cromosoma 3 (1979) o… ¿qué había más espiritual en 1983 que las señales electrónicas de un televisor y sus imágenes?

El monstruo en Cronenberg no es un símbolo ni tampoco una alegoría a descifrar en clave social o filosófica a partir de una dramaturgia realista, sino un cuerpo monstruoso que demanda otra lógica de lo real: la lógica desde el punto de vista parasitario en Vinieron de dentro de… (1975), la de la creación en El almuerzo desnudo, la lógica hidráulica del psicoanálisis en Un método peligroso (2011), la lógica de la familia en Una historia de violencia (2005)o, ejemplarmente, la lógica de sistemas de Videodrome. Estamos ante una dramaturgia de equilibrios y desequilibrios, adaptaciones y mutaciones, radicalmente distinta de la sucesión de causas, efectos y actuaciones de la dramaturgia tradicional; una lógica para la que no existe el bien o el mal, sino el valor y el disvalor dentro de un sistema dado; esa clase de lógica por la que un final fatídico desde el punto de vista humano puede ser también el final feliz de la película dentro del punto de vista de la enfermedad o del deseo, el momento en que por un desvío monstruoso se repara el equilibrio.
Cronenberg sabe también que toda reparación del equilibrio es perversa en tanto que impide la evolución del organismo. De modo que en Crímenes del futuro (2022), en nombre de la “naturaleza humana”, se tatúan y registran los órganos, se aniquila a la oposición, se convierte el cuerpo en un territorio circense, se depende de máquinas grotescas para funciones otrora tan naturales como dormir, comer y follar… ¿no sería mejor dejar que la naturaleza siguiera su mutación hacia la ingesta de plásticos? ¿Están las instituciones defendiendo la “naturaleza humana” o su posesión del poder?

La monstruosa teoría de sistemas de Videodrome
La dramaturgia de los sistemas es radicalmente distinta a la de las herramientas a que sustituye. Una herramienta está naturalmente separada de quien la usa, que la emplea de acuerdo a sus propios fines; así, yo tomo un martillo para algo, o no lo tomo, pero me mantengo independiente de él en todo momento y con una agenda propia. En cambio, el operador que usa un sistema se integra en él como un usuario y el sistema tomará sus datos tanto como él emplea sus funcionalidades. Como también señalaron otros coetáneos de McLuhan como Iván Illich, usuario y sistema son indistinguibles. De vuelta a Videodrome, Cronenberg llevará esta idea a sus consecuencias somáticas: Max, el personaje de James Wood, no solo consume la señal de Videodrome sino que también es consumido por ella. La Nueva Carne es la integración del cuerpo en el sistema de la tecnología: la unión mano-pistola. Otra imagen inolvidable por su encarnizada carga conceptual: Max conectándose con Videodrome a través de un beso con la televisión, la realización material de su deseo erótico de penetrar en el canal de BDSM.

Si el uso de una herramienta como el martillo lo ponía quien lo empleaba, un sistema tiene un programa propio. Toda tecnología digital, desde el gráfico que redirige a un conjunto de datos y operaciones ocultas hasta Netflix, remite a un marco de referencia propio que le es constitutivo y que pasará a constituir al usuario que se integre en el sistema. Pero ni nosotros hemos construido ese marco -digamos, un algoritmo- ni lo conocemos, de modo que la interfaz de Videodrome (como el icono de la marca de unas zapatillas) es el fetiche que oculta sus propias condiciones de producción, es decir, su propio programa. Ninguna imagen muestra tan visceralmente este cambio de agencia del usuario a favor de la herramienta/sistema que la programación de Max mediante unas cintas de vídeo que introduce por la ranura de pliegues carnosos y palpitantes que le ha nacido en el vientre, como un VHS o una disquetera viviente.
Siempre que nos referimos a una herramienta, y más en el caso extremo de un arma, el uso que se haga de ella implica una responsabilidad, ¿pero y si el usuario se ha integrado con una pistola?, ¿Qué responsabilidad tiene si su agencia está mediada por un programa externo? ¿Tiene alguna capacidad de actuar o se limita ésta, a la manera de un sistema inmunitario, a conservar el equilibrio del sistema en que se integra? (de esto trata también ExistenZ, 1999).

La promesa de volver a actuar
La gran sorpresa que nos depara Cronenberg es que de alguna manera esa integración en el sistema de Videodrome empodera, que no emancipa, a Max. Al comienzo de la película él es tan pasivo como cualquier espectador de los que en 1991 verían las imágenes de la Guerra del Golfo por televisión o de los que en 2023 seguimos la información sobre la Guerra de Ucrania desde la timeline de una aplicación. Tiene problemas para conjugar la ley y el deseo y es un firme defensor de satisfacer los deseos más violentos de manera vicaria mediante la imagen del televisor para no producir daños reales. Pero para cuando acaba la película Max se ha erigido en el héroe de sus fantasías, ha salido a la calle, ha producido cambios reales en su entorno y ostenta la tranquilidad de quien ejecuta el programa de otro. Incluso puede rebelarse en nombre de ese mismo programa y gritar: ¡Larga vida a la Nueva Carne!
La Nueva Carne es también la promesa de volver a actuar, de romper la parálisis y poder satisfacer los deseos sin ley ni límites materiales. La promesa de actuar en un programa. ¿No será Videodrome el programa que Max deseaba?

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